La inspectora Otero no atendió mucho a la historia que le
contaba el policía municipal de O Porriño. Le aburría bastante escuchar
obviedades. No creía que aquel agente escalase mucho profesionalmente por decir
una y otra vez “está muerta”.
-
Espere, espere, no me diga más… y ha sido ¡Un
infarto! Cállese de una vez, o salga de la habitación y váyase a hablar de
fútbol con su compañero. – dijo secamente la inspectora, para luego añadir con
cierta ternura- Creo que en el Porriño Industrial tienen un extremo izquierdo
muy bueno.
El agente cerró la boca, salió y Otero pudo por fin
centrarse en el cadáver. Era una mujer, de unos cuarenta años, rondaría el
metro sesenta, más bien gruesa, lo más probable es que fuese latinoamericana. Tenía
una larga melena rizada morena y enmarañada que casi le tapaba la cara. Estaba
tumbada sobre la cama, boca arriba. Todavía estaba calzada. Llevaba una
faldita corta vaquera y el sujetador, aunque desatado, aún le cubría los
pechos. En el lado izquierdo del cuello la mancha de sangre no sólo empapaba
las sábanas sino que llegaba hasta el suelo. Otero apenas se acercó para darse
cuenta de que el corte era largo y profundo. Le habían rebanado la yugular y la
carótida.
Otero buscó en el bolsillo interior de su gabardina unos
guantes de látex. Se los puso, aunque nunca tocaba nada. Y no lo hacía por
borrar huellas, simplemente le daba asco. Le daba asco la sangre, las heridas…
Le aterraban los seres inertes, aunque aún no estuviesen fríos. Le
repugnaban las expresiones de las caras sin vida. Odiaba los cuerpos sin alma.
Otero se atrevió a poner una rodilla sobre la cama para
acercarse más a la víctima. Se podía apreciar que el corte ganaba profundidad
hacia abajo, donde la herida estaba más abierta. La inspectora Otero salió de
la cama y se quedó mirando el cadáver de frente.
No parecía tener mucha miga la cosa, por lo que le habían
dicho una y otra vez al pasarle la nota, la pobre muchacha era prostituta. No
se habían molestado mucho en buscar la forma de sacársela de en medio, le
habían cortado el cuello y punto. Seguro que con un cuchillo o una navaja. Por la
posición de la herida y al tener todavía el sujetador puesto, lo más probable
es que la hubieran cogido por la espalda, quizá la hubiesen engañado con dulces
besos en el cuello. No había señales de lucha. Otero tenía claro que aquellas
largas uñas eran postizas. Habría sido el chulo o un cliente.
-
¡Agente!, dijo enérgicamente la inspectora Otero
mientras intentaba clavar su mirada en el entrecejo oculto por el pelo de la
muerta.
El policía municipal que la había recibido volvió a entrar
en la habitación.
-
Despierte a esos vecinos fisgones de los que me
habló cuando llegué y empiece a interrogarlos. Quizá hasta usted pueda
encontrar al asesino.
La inspectora Otero volvió a meterse la mano en el bolsillo
de la gabardina. Su mirada seguía intentando traspasar el pelo enredado sobre la cara.
-
Buscamos a un hombre, alto y fuerte.
Sacó unas pinzas y volvió a hincar la rodilla sobre la cama.
-
No estaría de más que ponga a los agentes de
guardia que tenga tomando café haciendo algún control de carreteras. En los
montes, por donde haya vertederos. Tiene que estar manchado de sangre.
Otero mantenía su mirada fija, clavada poco más arriba de los inexpresivos ojos de la mujer. Extendió las pinzas y separó los rizos que le tapaban la frente. Tenía
una herida profunda desde casi el medio de la nariz hasta el comienzo de la
cabellera, y sobre ella, otra en horizontal… aquello parecía una marca del asesino,
una firma... y sin duda era una cruz.
***
A la par que salía el agente municipal entraban en comitiva
el juez, el forense de guardia y dos policías nacionales. Otero no se entretuvo
con ellos, solo cogió el enorme bolso negro sobre la cómoda y se lo llevó.
Cuando volvió a encender su viejo Rover 200, el reloj del salpicadero mostraba
las cinco de la mañana. Ni se molestó en encender la radio. Arrancó. Quería
llegar a casa, darse una ducha, recoger aquel desastre que había dejado sobre
la mesa después de la cena y vestirse como Dios manda para ir a la comisaría.
Otero aparcó en la calle, enfrente de su edificio. Un
verdadero milagro. Abrió el portal y estaba entrando cuando unos rápidos pasos
tras ella la sobresaltaron.
-
¡Espera!
Otero se giró llevándose las manos instintivamente hacia el
cuerpo buscando su pistola. Un hombre se abalanzaba sobre ella. La inspectora
Otero no había cogido su arma reglamentaria. La mano de aquel hombre cayó sobre la puerta.
-
Espera vecina. Qué es un coñazo encontrar la
llave del portal.
Otero suspiró, se giró y continuó andando sin responder.
Pulsó el botón de llamada del ascensor.
-
Menuda noche hace, dijo su vecino.
Otero no le respondió y abrió la puerta del ascensor recién
llegado. Entró, se apoyó en el espejo y pulsó el sexto. Su vecino se acomodó
esquivando su mirada. Otero aprovechó para mirarlo de arriba abajo. Sería unos
diez años menor que ella, metro ochenta, delgado y hasta un poquito musculado. Profundo
pelo castaño alborotado e incluso en aquella situación, podía adivinarse una
ligera sonrisa en su boca. A pesar de ir en chándal y con una camiseta algo
sucia era jodidamente guapo. En las manos llevaba un paquete de tabaco al que
no le había quitado todavía el plástico.
El vecino se atrevió a girarse levemente y a intentar
ganarse nuevamente el perdón por el susto que sabía que le había dado. Vió sus
ojeras y se atrevió con un nuevo comentario banal.
-
Menuda cara tienes vecina, ni que vengas de ver
a un muerto.
La inspectora Otero se fijó también en la cara cansada de su
acompañante, era obvio que no había dormido en toda la noche. Sonó un pitido y
se abrió la puerta. Habían llegado.
-
Pues tu no pareces haber dormido mucho, y esa
mancha que llevas en la camiseta espero que sea de tomate, porque sino bien
podría decirse que vengas de matar a alguien.
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