miércoles, 23 de abril de 2014

Los crímenes de la cruz. Capítulo 1.



El policía de guardia de la comisaría central de Vigo resopló otra vez antes de decidir ponerse en pie. Revisó de nuevo los cuadrantes  y definitivamente se levantó y puso camino hacia el despacho del comisario Taboada. Pasaban las tres de la mañana y la luz estaba apagada. El agente golpeó suavemente con los nudillos en la puerta. Finalmente, volvió a resoplar, tomó el pomo y lo giró.

-          ¿Comisario?, apenas susurró asomando su cabeza entre el marco y la puerta.

No hubo respuesta, así que sabiendo que la bronca era inevitable, se decidió a recibirla de una vez por todas.

-          Comisario una llamada de la municipal de O Porriño. Hay una muerta.

El comisario Taboada se revolvió en la butaca hasta que bajó los pies de encima de la mesa, tiró la manta al suelo y se giró hacia el escritorio. Se pasó la mano por la cara, se frotó los ojos y cogió el teléfono móvil. No tenía mensajes y eran las tres y veinticinco de la madrugada.

-          Me cago en mi padre… , apenas susurró Taboada.

-          Lo siento comisario, pero es que Garrido está de baja y no localizo a los otros inspectores de guardia.

-          Me cago en mis muertos…, balbució.

-          Prieto y Mallo no me contestan al teléfono.

-          Me cago en mi puta vida…, dijo entre dientes.

-          Y me han dicho los municipales de O Porriño que el incidente ha sido en una casa de alterne y ¡no iba a llamar a Otero!

-          La madre que me parió…, dijo antes de morderse los labios.

Taboada cogió el paquete blando de Winston y le dio unos golpes para sacar un cigarrillo. Lo encendió, aspiró con fuerza.

-          Anda, llama a Otero que Prieto y Mallo a esta hora ya estarán borrachos en El Ensanche que los jueves toca “La banda de Nash”.

-          Pero Otero en una casa de putas.

El comisario no pudo aguantarse más, se levantó y empezó a gritar

-          Llama a Otero de una jodida vez y deja de tocarme los cojones ¡Gilipollas!
El agente salió como un resorte. En la planta de despachos de la comisaría no había nadie, así que los gritos de Taboada no podían esquivarse.

-          ¡Me cago en mi padre! Dos putas semanas durmiendo en esta mierda de silla, los riñones destrozados. ¡Me cago en mis muertos! No sé donde coño está la zorra de mi mujer. ¡Me cago en mi puta vida! Y viene un gilipollas a decirme que Otero no puede ir a un burdel ¡La madre que me parió!

***

Otero apenas apuntó la dirección que le daban al otro lado del teléfono sin hacer caso de los comentarios del becario de turno. No necesitaba más. Si el incidente se pudiese contar por teléfono no habría que ir hasta O Porriño en mitad de la noche. Aunque si le pitaba en los oídos la insistencia del recadero en que era un piso de citas. Tras unos minutos peleando con la almohada tiró de las mantas y se levantó. Se fue hacia el armario y sacó unos vaqueros viejos, y luego una camiseta y un jersey de cuello alto. No le gustaba nada vestirse así, pero no era el momento de ponerse a buscar en el guardarropa. Se desenmarañó un poco su pelo negro hasta los hombros y le pegó un trago a la botella de Ribera del Duero que estaba sobre la mesa sin recoger y que le había acompañado en la cena: una lata de mejillones. Luego cogió las llaves del coche, de su viejo Rover 200, una gabardina y salió al descansillo. En el piso de su vecino se adivinaba la luz encendida por debajo de la puerta. No era necesario su fino olfato para los detalles para saber que estaban despiertos. El sonido de risas llegaba claro. Dejó de esperar el ascensor y bajó por las escaleras.

Hacía frío. Otero había pensado en la lluvia, pero no en el frío. Se montó en el coche. Arrancó. Cogió el enlace a la circunvalación en el nudo de Isaac Peral, a pocos metros de su casa y se encendió un pitillo. No había tráfico y se fue saltando con cuidado los semáforos en rojo. Sintonizó la radio en Cadena 100 y pronto estuvo en la Avenida de Madrid. Luego, cogió la autovía a O Porriño. Hasta el alto de Puxeiros no se cruzó con un alma. Un servicio especial que traía una pieza para el puerto. Bajó la ventanilla y se deshizo de una colilla. Volvió a coger con fuerza el volante y redujo la velocidad “Quién coño diseño una autovía en la que hay señales de prohibido ir a más de sesenta”, pensaba mientras comenzaba a perder cobertura el dial en el que se entrecortaba “Y tu” de Pablo Alborán.

Apenas entró en el municipio de O Porriño, a unos veinte kilómetros de Vigo cuando detuvo el coche. Calle Pontevedra número 73, 3ºA, se leía en su perfecta letra redonda. El coche de los municipales estaba enfrente de aquella dirección, la sirena relampagueaba sus luces de colores aunque no emitía sonido. No había nadie en el vehículo y tenía la puerta abierta. El portal también estaba con las puertas de par en par. Otero entró y cogió el ascensor. Aprovechó  el espejo para desenredar un poco el pelo mientras iba subiendo los pisos. Cuando abrió la puerta pudo ver ya la cinta de la policía municipal que precintaba el 3º A. Se agachó para pasarla y entró. El pasillo estaba vacío y siguió andando hasta el final. De repente, un agente local salió del baño.

-          ¡Señora! Váyase a su casa. Aquí no hay nada que fisgar.

Otero se dio la vuelta mientras sacaba su placa.

-          Soy la inspectora Lucía Otero, y estoy a cargo de esta investigación, imbécil.


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